Los días pasaban y sus manos seguían heladas, con menos callos, con ese extraño cosquilleo del que quiere crear y no puede, y empieza a temblar. Un pitillo apagado colgando del labio vacío, el pelo sucio, pero peinado hacia atrás, la barba mal afeitada y con alguna cana de más y la chaqueta del chándal con la cremallera rota, sí, pero bien colocada sobre unos hombros todavía con un atisbo de la dignidad del pasado. Y la mirada perdida escaleras abajo, viendo pasar unos pies tras otros a su lado, frenéticos, sin girarse siquiera por curiosidad. "Para lo que os van a servir las prisas...", piensa, y apoya otra vez la cabeza cansada junto a la pared de metal.
Cuando abre los ojos de nuevo le parece que ha pasado un siglo, desea que se esté acabando al menos el día, pero ha dormitado poco más de una hora. El tiempo es lento cuando no tienes nada en que emplearlo ni por qué luchar. Antes las cosas sí que tenían importancia: Aurora era preciosa, con esos rizos pelirrojos, y sus caderas anchas y juguetonas. ¡Y los niños! ¿Cómo serían de altos ya? El mundo era injusto. Un par de golpes después de beber un trago no pueden ser motivo para echarte del mundo así. ¿O sí? Sólo una vez. Una. Nada más. Lo había jurado ante el juez. Y seguía sin entender el miedo en los ojos negros de Aurora, sus lágrimas al resbalar por la mejilla rajada, su brazo en cabestrillo, su labio partido explicando que esa una había sido un centenar. Y con Aurora y los niños se fue el trabajo, su madre, la casa, los amigos... se fue todo, incluso el alcohol.
Sorbe los mocos y menea el cartón de tinto que hay a sus pies, aunque sabe de sobra que a las nueve y media, cuando pasó la pelirroja que le recuerda a Aurora cuando él la conoció en Benidorm, ya estaba acabado. Le da una patada y se levanta tambaleándose. Los primeros días se sentía furioso por su vida, y por ver que había quedado en nada, pero ya daba igual. Rebusca en la papelera y saca uno de esos periódicos gratuitos, arrugado, le han arrancado el sudoku. Mira indiferente las noticias, por hacer algo, y las letras le dan vueltas entre los ojos y forman un torbellino a la altura de su frente. Si llevara algo en el estómago, tendría ganas de vomitar.
Un grupo de críos sube las escaleras gritando, más allá, una chica con los cascos puestos, una rubia leyendo un libro, dos adolescentes llenos de hormonas comiéndose a besos, mamá con los niños de vuelta del cole. Eso es lo que más le hace hervir la sangre. Se tapa los oídos para aislarse aún más, pero le llegan todos los ruidos. Así que lanza el periódico con fuerza contra la pared, luego da un grito y lanza una patada, un puñetazo, una patada más... y ve a Aurora doblada en el suelo, la sangre salpicando sus zapatos y a la niña -¡la puta niña!- deslizándose entre llantos hasta la puerta de enfrente. Cuando se la llevó la ambulancia, no volvió a verla hasta el día del juicio. Es posible que sea por eso que lo primero que ve al abrir los ojos de nuevo es el techo blanco de esa ambulancia de muerte.
Está atado a una camilla, y de su brazo sale un tubo de plástico por el que bajan gotitas transparentes, como las lágrimas de Aurora. La quería, joder, y se fue, la muy puta. Con lo que él la quería. Y así pasa de la ambulancia al hospital, a las radiografías, a una cama donde una chica ni la mitad de guapa que Aurora, ni la mitad de alegre, ni la mitad de buena, le limpia sangre de la cara, le ajusta unos vendajes por la frente y le arranca espuma seca alrededor de la boca. Y se marcha dejando una luz blanca encendida, un olor a desinfectantes y algodones y unos ojos rodeados de arrugas que le miran penetrantes desde el otro lado de la sala, con el cuello atado por un collarín y la pierna escayolada en alto.
"Accidente de moto, ¿y tú?". Cuando va a contestarle que se meta en sus asuntos y le deje en paz se da cuenta de la escafandra verde que le ayuda a respirar. Siente pesado el corazón, y está cansado, así que mira simplemente al vacío, como hacía Aurora cuando él le gritaba. Pero que bruja. Mirar para otro lado cuando él le estaba hablando. Hablando, gritando, qué más da. Que no le escuchaba, joder, y eso no podía aguantarlo. Que él era muy hombre. Por eso se ganó un buen bofetón Aurora. Ahora recuerda que ese día fue el primero. Pero esa vez no contaba, esa vez el bofetón fue con razones, así que no contaba. Hasta ella lo había reconocido.
Cuando vuelve a abrir los ojos, el compañero de habitación tocapelotas le mira, y tiene un miedo parecido a la mirada de Aurora. Quizás más que miedo, parece odio. O, peor aún. Parece asco. Pero no, Aurora no sentía por él asco, ni odio. Se fue, la muy puta, pero seguramente vuelva, porque le quiere, claro, y le necesita, ¿dónde va a ir ella?
"La pegabas, ¿no? Menos mal que fue lista y te dejó. Si tuvieras dignidad, tú ya te habrías matado". Achina los ojos y le mira. ¿Está ahí de verdad, o es solo la voz de su conciencia? Dignidad. Pues por eso, precisamente por eso había tenido que darle de ven en cuando. Si ella fuera una mujer como Dios manda. Pero no, tenía que ponerse tontita. Esa era la dignidad. Hasta que un dolor taladró sus sienes. Cierra los ojos y se ve aquella mañana. El cigarro, el pelo sucio, la cremallera del chándal, el cartón de tinto vacío cayéndose a las vías. "Voy detrás", se dijo. "En cuanto oiga el ruido del tren, voy detrás. Soy un auténtico cabronazo, es lo único que me merezco". Y el luminoso naranja anunciando que el metro va a efectuar su entrada en la estación. El ruido. El traqueteo de las vías. El convoy que cruza a ras del andén y se para, y deja una puerta abierta justo delante de su cara. No volvió a bajar a los andenes, para no tener ideas raras. A fin de cuentas, ella había sido siempre la mala.
Cuando abre los ojos de nuevo le parece que ha pasado un siglo, desea que se esté acabando al menos el día, pero ha dormitado poco más de una hora. El tiempo es lento cuando no tienes nada en que emplearlo ni por qué luchar. Antes las cosas sí que tenían importancia: Aurora era preciosa, con esos rizos pelirrojos, y sus caderas anchas y juguetonas. ¡Y los niños! ¿Cómo serían de altos ya? El mundo era injusto. Un par de golpes después de beber un trago no pueden ser motivo para echarte del mundo así. ¿O sí? Sólo una vez. Una. Nada más. Lo había jurado ante el juez. Y seguía sin entender el miedo en los ojos negros de Aurora, sus lágrimas al resbalar por la mejilla rajada, su brazo en cabestrillo, su labio partido explicando que esa una había sido un centenar. Y con Aurora y los niños se fue el trabajo, su madre, la casa, los amigos... se fue todo, incluso el alcohol.
Sorbe los mocos y menea el cartón de tinto que hay a sus pies, aunque sabe de sobra que a las nueve y media, cuando pasó la pelirroja que le recuerda a Aurora cuando él la conoció en Benidorm, ya estaba acabado. Le da una patada y se levanta tambaleándose. Los primeros días se sentía furioso por su vida, y por ver que había quedado en nada, pero ya daba igual. Rebusca en la papelera y saca uno de esos periódicos gratuitos, arrugado, le han arrancado el sudoku. Mira indiferente las noticias, por hacer algo, y las letras le dan vueltas entre los ojos y forman un torbellino a la altura de su frente. Si llevara algo en el estómago, tendría ganas de vomitar.
Un grupo de críos sube las escaleras gritando, más allá, una chica con los cascos puestos, una rubia leyendo un libro, dos adolescentes llenos de hormonas comiéndose a besos, mamá con los niños de vuelta del cole. Eso es lo que más le hace hervir la sangre. Se tapa los oídos para aislarse aún más, pero le llegan todos los ruidos. Así que lanza el periódico con fuerza contra la pared, luego da un grito y lanza una patada, un puñetazo, una patada más... y ve a Aurora doblada en el suelo, la sangre salpicando sus zapatos y a la niña -¡la puta niña!- deslizándose entre llantos hasta la puerta de enfrente. Cuando se la llevó la ambulancia, no volvió a verla hasta el día del juicio. Es posible que sea por eso que lo primero que ve al abrir los ojos de nuevo es el techo blanco de esa ambulancia de muerte.
Está atado a una camilla, y de su brazo sale un tubo de plástico por el que bajan gotitas transparentes, como las lágrimas de Aurora. La quería, joder, y se fue, la muy puta. Con lo que él la quería. Y así pasa de la ambulancia al hospital, a las radiografías, a una cama donde una chica ni la mitad de guapa que Aurora, ni la mitad de alegre, ni la mitad de buena, le limpia sangre de la cara, le ajusta unos vendajes por la frente y le arranca espuma seca alrededor de la boca. Y se marcha dejando una luz blanca encendida, un olor a desinfectantes y algodones y unos ojos rodeados de arrugas que le miran penetrantes desde el otro lado de la sala, con el cuello atado por un collarín y la pierna escayolada en alto.
"Accidente de moto, ¿y tú?". Cuando va a contestarle que se meta en sus asuntos y le deje en paz se da cuenta de la escafandra verde que le ayuda a respirar. Siente pesado el corazón, y está cansado, así que mira simplemente al vacío, como hacía Aurora cuando él le gritaba. Pero que bruja. Mirar para otro lado cuando él le estaba hablando. Hablando, gritando, qué más da. Que no le escuchaba, joder, y eso no podía aguantarlo. Que él era muy hombre. Por eso se ganó un buen bofetón Aurora. Ahora recuerda que ese día fue el primero. Pero esa vez no contaba, esa vez el bofetón fue con razones, así que no contaba. Hasta ella lo había reconocido.
Cuando vuelve a abrir los ojos, el compañero de habitación tocapelotas le mira, y tiene un miedo parecido a la mirada de Aurora. Quizás más que miedo, parece odio. O, peor aún. Parece asco. Pero no, Aurora no sentía por él asco, ni odio. Se fue, la muy puta, pero seguramente vuelva, porque le quiere, claro, y le necesita, ¿dónde va a ir ella?
"La pegabas, ¿no? Menos mal que fue lista y te dejó. Si tuvieras dignidad, tú ya te habrías matado". Achina los ojos y le mira. ¿Está ahí de verdad, o es solo la voz de su conciencia? Dignidad. Pues por eso, precisamente por eso había tenido que darle de ven en cuando. Si ella fuera una mujer como Dios manda. Pero no, tenía que ponerse tontita. Esa era la dignidad. Hasta que un dolor taladró sus sienes. Cierra los ojos y se ve aquella mañana. El cigarro, el pelo sucio, la cremallera del chándal, el cartón de tinto vacío cayéndose a las vías. "Voy detrás", se dijo. "En cuanto oiga el ruido del tren, voy detrás. Soy un auténtico cabronazo, es lo único que me merezco". Y el luminoso naranja anunciando que el metro va a efectuar su entrada en la estación. El ruido. El traqueteo de las vías. El convoy que cruza a ras del andén y se para, y deja una puerta abierta justo delante de su cara. No volvió a bajar a los andenes, para no tener ideas raras. A fin de cuentas, ella había sido siempre la mala.
duele...
la vida como un puñal
hay veces que duele...
la vida como un puñal
hay veces que duele...
Vaaaaya!, con este cuento has cambiado completamente el registro. Pues ta muy bien tambien!!.
Por cierto!, esta todo tan bien descrito, que jumm... cuando has mencionado a la chica que esta con los cascos en la escalera... me he quedao con ganas de saber que estaba escuchando! xDD. Menos mal que al final has puesto la cancion xDDDD. Esa chica sabe!! xDD.
Pero bueno, siento decirtelo pero hay una cosa mal en el cuento... xDDD. Puffff siesk toy en todo! xDDD. La tercera foto... no se puede llamar "no duele"!! xDDDD. Como k no duele eso!?!?! xDDDDD.
Y na k, si la chica es mala, pues es mala! xDD, aunque sea preciosa xDD. Ya lo dijo el mas grande!, "Elegiste a la mas guapa y a la menos buena..." nanana nanana xDDD.