El invierno trae el gris de un cielo húmedo y una ciudad hastiada y cubierta de niebla. Desde la ventana, la tarde me parece una postal antigua, y me obliga a imaginarte apoyado en una pared, fumando, con la gabardina empapada y los pies en un charco, como un gánster en Nueva York, en los años 20. Llevas sombrero y tu piel es en blanco y negro. Y yo también llevo un sombrero, con una pluma, y los labios pintados de rojo, del rojo más intenso de la escala de color. Y medias de red y zapatos de tacón. Y aunque el suelo está mojado, mis pies están secos, porque para eso es mi sueño, tengo derecho a exigir condiciones.

Y las condiciones son: que mis pies estén secos, que la acera tenga la textura de un suelo de parquet, que la vida tenga hilo musical constante y que, mientras paseamos calle abajo, nuestros cuerpos estén tan compenetrados que parezcamos dos siluetas de papel celofán bailando el tango de los mismos labios rojos y de la misma piel en blanco y negro.

No me gusta el invierno, pero hoy sí, porque el gris del cielo se confunde con el color de tu pelo, y porque la humedad del aire es como la saliva que dejas en el filtro de los cigarrillos, de esos que me pasas para que dé la última calada, como un adelanto de los besos que no tienes pensado darme hasta que llegue el verano. Es tu forma de esquivarme sin llegar a cortar del todo el celuloide que separa los fotogramas de tu película de los fotogramas de la mía.

En tardes como esta me cuesta caer en la cuenta de que, tarde o temprano, llamarás al timbre y ese gesto hará que se coloree tu piel, empezando por las huellas dactilares, terminando por las canas que te he imaginado. Cuando atraviesas el umbral te guardas en el bolsillo tu aura de película o de postal o de retrato del pasado, y las cosas vuelven al principio, a la calma de las tardes de gris, pero tú ya no eres un gánster, ni esto es Nueva York, ni yo sé bailar tango.

Así que, entiéndelo, no podía abrirte la puerta, comprobar que tu piel no es en blanco y negro, saber que nunca has llevado sombrero y que en mi estuche de maquillaje nunca hubo pintalabios rojo, porque no me sienta bien. Decidí seguir con las condiciones de mi sueño, no me culpes si me hice la loca y no miré siquiera por la mirilla para comprobar que eras tú. Échale la culpa al invierno.

Oficialmente.
Comprobado y contrastado =D

He hablado nosécuántasveces del paso del tiempo desde las pupilas de este ojo, supongo que porque en general no corre a la velocidad que a mí me gustaría, o tal vez porque las esperas se me hacen largas y luego, cuando me gustaría parar el reloj, las manecillas siguen girando a una velocidad de vértigo.

Y esos contratiempos me enfadan, me da la impresión de que las horas se burlan de mí y hacen siempre lo que les da la gana, siempre lo que a mí no me conviene. Pero hoy estoy pensando que puede que en lo que de verdad importa, el tiempo nos dé una tregua.

Cuentan que Cleopatra amó a Marco Antonio como nunca antes nadie había amado, que cuando remontaron el Nilo, lo llenaron de tanto amor que el propio río se avergonzó porque no cabía en su cauce. Luego, cuando el romano estaba a punto de morir, la reina de Egipto consiguió parar el tiempo. Cuentan que sus labios se encontraron en un beso que tuvo la duración de todos los siglos del pasado.

Me he quedado tranquila al darme cuenta de que a mí también me ha pasado. De que yo también he tenido besos que han hecho que desapareciese la medida del tiempo, y abrazos y caricias y miradas que todavía me agarran por dentro, mucho después de haber terminado, mucho más largos que todos los siglos del pasado. Y eso que ahora hay muchos más siglos del pasado que cuando Cleopatra dio su beso...

Su amor fue tan intenso que les dejó con agujetas en el alma, como pasa con todos los amores adolescentes. Se despedían en el portal con besos furtivos, sin licencia, y se metían en la cama -cada uno en la suya, se entiende- con todos los músculos importantes doloridos, pero felices. Con la misma sensación que un corredor de maratones al cruzar la meta, aunque no haya llegado el primero. Ellos tampoco eran los primeros, desde luego. Pero se creyeron que sí, que nadie se había querido tanto antes, que nadie se había jurado amor eterno, que nadie era más fuerte que la fuerza que les atraía hacia un mismo epicentro, como si fuesen imanes, incluso con un estallido al chocar.

Y en cierto modo era verdad, porque todos los amores tienen algo de nuevo, y algo de primera vez, por muy vieja que sea su historia.

Lo de las agujetas les asustó bastante, por si estaban haciendo algo mal, pero solo fue al principio. Seguramente era tan simple como que no habían calentado bien antes de entregarse a aquella carrera de obstáculos, o que habían abandonado el ring donde llevaban mil horas luchando de forma tan precipitada que no tuvieron tiempo siquiera para estirar.

Se plantearon dejarlo, para evitar ese dolor. Pero todo el mundo sabe que en realidad el de las agujetas es un dolor dulce. Y todo el mundo sabe que con la dosis previa de azúcar correspondiente, no se tienen agujetas. Y todo el mundo sabe lo más importante: que las agujetas se quitan repitiendo el mismo ejercicio una y otra vez.

A veces vienen a buscarte y tú les sacas la lengua y les das esquinazo. Se podría decir que te escapas, que se les torció la trampa y al final la trampa se la tendiste tú a ellos. Así que, como les has burlado, sigues tu camino. Y pasan cincuenta años.
Pero un día, de sopetón y sin previo aviso, vuelven, y entonces sabes que es irremediable. Y tienes que irte de repente, no hay tiempo para hacer las maletas, ni siquiera para el beso de despedida. El resto, ya lo has visto: todo el mundo se queda con cara de idiota al principio, y luego viene la pena.
Lo bueno es que por debajo del sentimiento amargo hay otro, uno muy dulce, que al final será el que se quede. El del recuerdo de todo lo bueno que has significado y de todo lo bueno que has hecho... con la suerte añadida de que, en tu caso, todo fue bueno...