Dejó atardeciendo los jardines de la plaza de Oriente y eligió pasear hasta el centro dando un rodeo. La catedral siempre le había parecido un capricho, algo que no debería estar allí, un antojo de Felipe II puesto en marcha por Alfonso XII, pero era la referencia donde girar a la izquierda para encontrarse con la calle Mayor.
Las calles no son del mismo color para todos, es un fenómeno curioso. Cuando Víctor se enfrentó de nuevo con aquella cuesta arriba sintió una sensación de gris. Para ser la calle Mayor, se abría oscura ante sus pies, como vacía. Tal vez incluso más fría que el resto de la ciudad. Aunque el calor de las calles, igual que el color, depende de los pies que las pisan, de los ojos que las miran.
Caminó despacio, con el cuello hundido en la chaqueta y las manos en los bolsillos. Cuando Víctor entraba en aquel estado de duermevela, de dejar atrás bocacalles sin fijarse en los azulejos que tienen dibujado su nombre, la gente, inevitablemente, desaparece a su alrededor. Aunque tal vez la calle Mayor ya estuviese así de sola antes de que él llegara. A su paso por la plaza de la Villa solo se le ocurrió pensar que una ciudad tan grande no se merece una plaza tan poco lucida. Tal vez fue eso lo que le hizo seguir calle arriba, en línea recta, hasta la Plaza Mayor.
Sol a lo lejos es un hervidero de vidas dispares, un poco incomprensibles. Como otro universo, como otro mundo que no pudiera ser el mismo que el del vacío bajo sus pies. Como no podía ser de otra forma, Sol es amarillo, aunque Víctor no supo decir si era por el reflejo de la bola del reloj, por los destellos de la gente, cruzando de un lado a otro a la velocidad de la luz, o por un rayo del metal dorado que se incrusta en el kilómetro cero. En realidad da lo mismo. Víctor siempre había preferido la relativa clama naranja de la plaza Mayor.
Cometió el error de quedar atrapado en sus pensamientos, y no pudo ver por cuál de los arcos que rodean la plaza había entrado. Bajo la estatua ecuestre, tan anacrónica e inútil como el resto de las estatuas, tan incómoda como todos los pedestales, se sintió en mitad de un laberinto rojo sangre, y no tuvo fuerzas para salir. La humedad que le subía por los pies le recordó que el rectángulo de adoquines, aún sin tener un arco de salida, casi siempre regalaba un destino concreto o un encuentro casual. Y se preguntó de qué color sería la plaza para el resto de sombras que aparecen allí, tan perdidas como él.
Paseando por mi laberinto de baldosas desdibujadas -calientes para mí-, convencida de que todos los arcos de salida estaban cerrados, me encontré de lleno con los ojos perdidos de Víctor. Supe enseguida que tenía los pies húmedos, como el alma, y que había deambulado sin rumbo, calle arriba, sin fijarse en los nombres de las calles, envuelto en una nube gris. Sin duda, también me había estado esperando un buen rato. Todavía con la niebla envolviendo la plaza y la temperatura del asfalto sin templar, Víctor me reconoció también. El camino de baldosas amarillas comenzó a dibujarse lentamente bajo nuestros pies.