Pintaba con la tranquilidad de quien se siente inspirado, con el silencio del que sabe que este cuadro tampoco se va a vender, con la quietud de quien tiene asumido su fracaso. Había seleccionado cada tono, los había mezclado en las proporciones exactas y los había dejado reposar, para después mezclaros de nuevo, variarlos, estudiarlos, hasta dar con el color idéntico al que su cerebro imaginaba. Y luego, de pie, con los ojos corriendo veloces de la ventana al lienzo, y otra vez a la ventana, daba cada pincelada con la delicadeza de una madre acariciando a su hijo.
La ternura se dejaba ver, tal vez más que nunca, porque la carta de Teo le había llegado al centro mismo del corazón. Por eso, el fracaso de esta obra era ya parte de ella, una condición esencial para que el trazo quede perfecto, despreocupado, ligero, con el cuidado que un regalo se merece. El trabajo de días estaba llegando a su fin. Pero aún otro detalle. Y otro más. Otra pincelada, otra flor a punto de germinar en la rama del almendro. Otro rayo de luz alumbrando las hojas, otro trazo de nube sobre el cielo de febrero.
El sol hacía brillar el suelo del estudio, sorprendentemente limpio, y las virutas de polvo que flotaban en el aire se convertían en lluvia de oro sobre los caballetes oxidados. También las claraboyas del techo de madera de la buhardilla dejaban colarse rayos amarillos que rebotaban en todos los ángulos, en todos los objetos de la habitación. Por eso lo eligió el pintor años atrás, y no compró cortinas para no caer en la tentación de vivir de noche y dormir de día, aunque desde el primer momento sabía que dormiría más bien poco, más bien nada.
Y así, entre las ojeras de la vida, miró de reojo su obra, el óleo aún húmedo, reflejando como un espejo el otro lado de la ventana. Se acercó al marco de madera para llevar los ojos al modelo, y arrugó la frente en un momento de lucidez y de intriga: no recordaba otro enero con los almendros ya en flor. Luego supuso que el milagro de la vida era más grande que el milagro de su mente y se dio cuenta de que por eso no lo podía comprender.
Con el pincel aún mojado de azul comenzó a escribir sobre papel: "Unas ramas de almendro para el pequeño Vincent. Mi querido Teo, como ves el trabajo ha ido bien últimamente. Aquí mis últimos óleos, convertidos ahora en ramas que florecen, aún en pleno enero. Compruébalo, porque este es para mí el más puro de los lienzos, el que he trazado con más paciencia, el de las pinceladas más seguras. El pequeño Vincent me inspiró la armonía y la quietud que necesitaba. El pequeño Vincent será toda mi paz..."