La bolsa de Congelados Mary que llevabas en la mano se balanceaba triste, tan triste como el día, tan triste como viajar en el metro de vuelta a casa a las seis y media de la mañana, tan triste como comer solo en un restaurante barato, tan triste como no saber a quién decir adiós cuando sales de la oficina.
Desde la ventana del despacho no alcanzaba a verte la cara, pero me pareció que era triste también. O tal vez cansada, detrás de tus gafas cuadras unos ojos que escuecen sin motivo aparente. El cansancio está cerca de la tristeza siempre. Es triste estar cansado y, al final, todo el mundo se cansa de estar triste y tiene que dejarlo.
Ahora comprendo que tú venías a dejarlo. A dejarlo todo una vez más. Aún a sabiendas de que no podrías hacerlo. Por eso tenía que ser el suspiro cuando yo descolgara el telefonillo. Por eso, no por la lluvia. No por tus pantalones mojados, no por la bolsa que se balanceaba triste, no por el frío de agosto, no por tus zapatitos rojos. Pero eras -pero eres- especialista en mentirme y yo, especialista en creerte.
Luego el holaquétalmividaquétaleldíaquéhashechohoy de rigor, y todo volvería a ser como antes. Pero giraste a la izquierda, la bolsa siguió balanceándose, tus zapatitos rojos caminaron despacio y mi pantalla se volvió más negra aún. No llamaste aquella mañana de lluvia y de aire, y desde la ventana del despacho sólo se veía la calle desnuda y gimiente, como un niño que acaba de nacer.
No sé si fueron tus rizos oscuros -más claros ahora, por el sol-, o esa sonrisa ancha que llevas y que no alcanzaba a ver desde mi séptimo piso, o la lluvia -tap, tap, tap- en el cristal. De repente tuve ganas de escribir otra vez. Quizás porque lo echaba de menos tanto como a ti, porque estoy abocado a la escritura y tiendo a ella igual que tiendo a tus brazos en las tardes de frío, igual que un péndulo que se va pero siempre, siempre vuelve. Las palabras regresaron a mis dedos, y mis dedos al teclado, frenéticos, sin pensármelo dos veces, y su sonido de plástico tapó el de la lluvia y el de tus pasos, y tapó el resto del mundo a mi alrededor.
No llamaste al timbre esa mañana, ni la siguiente, ni la otra. Se acabó la lluvia y tus zapatitos rojos no se acercaban despacio por la acera. Tu móvil seguía apagado o fuera de cobertura (¿apagado, o fuera de cobertura? El contestador que lo anuncia debería especificar, porque lo primero es muy diferente de lo segundo, porque apagado es tu voluntad y fuera de cobertura... eso es otra cosa) y empecé a temerme que la cobertura no volviera nunca más.
Escribí con el ritmo histérico de quien echa de menos su tiempo. Me olvidé de todo, de pronto éramos solo la mecanografía y yo. Ni siquiera tú, tú que habías sido mi musa, tú, por quien había escrito de nuevo. Dejé de mirar a través de la ventana de mi despacho, dejé de otear el horizonte, dejé las calles, las tiendas, el ruido, el hambre. Dejé el sueño y el cansancio, todo lo dejé atrás.
Decidí no releerme, mirar solo adelante, para que todo fluyera deprisa. Un tintineo monótono a cada golpe de letra, a cada palabra, a cada sonido me recordaba que mi única opción era seguir, no parar... una mañana, al abrir los ojos, tenía ante mi un taco de folios impresos. La lluvia golpeaba otra vez la ventana. Y recordé tus zapatitos rojos, mojados, avanzando despacio camino de mi casa. Pero desde la ventana del despacho sólo se veían charcos.
Todo ocurrió deprisa: aquella mañana de abril, lluviosa y gris, sentí como una bofetada que llega sin viso para hacer que pique la cara que el tiempo se me había esfumado entre los dedos, había desaparecido sin dejar huella, sin dejar ni siquiera un número de teléfono dentro de cobertura. Se había ido de la misma manera que tú: sin que yo me diera cuenta, sin preaviso, se había ido sin más.
Me dijeron que había sido un best seller, que habría una cola enorme, que me preparase para firmar contraportadas a adolescentes deseosas de besarme y de comprar el libro. Pero desde los dos metros cuadrados de la caseta del Retiro en la que me habían colocado, pluma en mano, a esperar a las hordas de fans, sólo se veían charcos. Barro que mojaba el suelo ya mojado y calles vacías excepto por las tenderas que salían para guarecer sus libros con plásticos enormes.
Apoyé un codo en el metal helado que me servía de mesa y encendí un cigarrillo. No había fumado desde aquel día que subías triste bajo tu paraguas, desde aquella mañana en la que tenías que llamar al timbre para que yo te abriera, impaciente, y te secara la cara con mis manos. No fui capaz de recordar el motivo por el que había dejado el tabaco. Pero, a decir verdad, tampoco recordaba exactamente tu cara. Había tanto por olvidar, tantas cosas que la lluvia debía llevarse aún, calle abajo, envuelto en un reguero de hojas secas y palos y basura, que me era difícil saber qué quería guardar y qué dejar que se perdiera.
De repente, como todo lo que había ocurrido desde aquella mañana, así cayó el pie sobre el reguero que bajaba a toda velocidad entre las casetas. De repente, pero a la vez despacio, tus zapatitos rojos, empapados, inmóviles, sujetando aquellos vaqueros gastados, aquella chaqueta de pana, aquellos rizos oscuros, más oscuros ahora que estaban mojados. Habría dado el mundo por ver tu sonrisa, ancha y triste, tranquila como tú eras, profunda como tú eras. El cigarro cayó de mis manos, quemó una hoja de una revista cara y culta sobre escritores, me giré para pisarlo. Tus zapatitos rojos andaban despacio, empapados, perdiéndose en la lluvia. Tu teléfono sigue apagado o fuera de cobertura.
Lo he ledio 3 o 4 veces y cada ver me gusta mas, semen ponen los pelos de punta. Que forma de transmitir los sentimientos, de narrar... me has dejao sin palabras. De lo mejor que he leido, y no solo en blogs. No dejes de escribir nunca ^^
Impresionante, me has dejado de piedra, he vivido cada palabra como si fuera mía y como te conozco, me he permitido el lujo de imaginar como tu lo sentirías, me ha parecido que eras tu quien contaba la historia que había vivido y no el personaje de la historia.
Es muy facil leer un libro, menos facil es escribirlo, vivir una historia es bastante complicado y escribir para que los demás vivan tus historias es muy complicado.
Sientete orgullosa de administrar felicidad en pequeñas dosis, porque cada relato que escribes, no solo lo leemos, sino nos hace sentir felicidad, miedo o cualquier cosa que consigas transmitir en el, y eso es una gran virtud.
Estoy de acuerdo con tu anónimo, no dejes de escribir nunca, porque mientras yo pueda seguire leyendote.
Vosotros sí que me dejais sin palabras... Ya os he dado las gracias tantas veces que no sé como expresar que de verdad lo que siento cuando leo lo que me dejais aquí escrito es superagradecimiento! (esto es curioso, porque siempre decís que expreso bien los sentimientos, y ahora mira... jejeje). En fin, que yo intentaré, intentaré no dejar de escribir... espero que no dejeis de leerme ;-)
Hacía tiempo que no visitaba este ojo que te mira, y tras un buen rato agradable leyendo los capítulos que me había perdido he decidido dejar en este una mirada porque me ha conseguido emocionar.
Con lo diferentes que parecemos las personas resulta increíble que a la hora de la verdad los sentimientos siempre sean los mismos.
Los zapatos que yo recuerdo no son rojos, ni los pantalones vaqueros. Ni siquiera escribo, y nunca he estado en la Feria del Libro. Y sin embargo, todas las demás líneas, esas que no se escriben, parecen escritas para mí.
De verdad te animo a que sigas escribiendo. Cuenta con mis ojos para mirarte.
Anónimo, me alegro de que hayas vuelto por aquí, y de que te hayan gustado mis zapatitos rojos. Más allá del color de los zapatos o de los vaqueros, este es uno de mis cuentos favoritos, así que, me alegro de que te haya transmitido algo. Gracias por seguir por aquí.