Comían calbotes a manos llenas. Más que una tradición, era una necesidad, como un mantra o un elixir de la vida, pero a la manera rústica, claro. Como todo lo que dura poco, sabía mejor que el resto de las cosas. Y el humo que subía desde las brasas y se escurría por los agujeros del culo de la sartén era purificante, sin duda.Pelaban las castañas aplastándolas entre las manos, casi quemándose, porque nadie quería esperar a que se enfriaran, y los dedos se iban tiznando de negro, pero no importaba. Soplaban el fruto arrugado antes de metérselo en la boca y, masticando todavía, iban directos a por el siguiente.
Y poco a poco el invierno iba matando al otoño.
