Harto de ser un incomprendido, de que ni los críticos ni el público encontraran en sus esculturas la chispa que hace vibrar los corazones de emoción, Octavio Mesas modeló un pequeño ejército de subditos de barro: figurillas de terracota liliputienses, todas ellas en posición de adular la obra de su propio creador.Pero cuando los llevó a la galería y los puso enfrente de lo que había sido su vida, tampoco halló los aplausos esperados.
-¡Estos, como todos los demás, también están muertos!- chilló entre lágrimas.
Luego, sorbiendo lo que le quedaba de disgusto, se decidió a llevar a cabo su obra final.Lo más difícil fue terminar de cubrirse de barro las manos, porque ya había tapado el resto de su cuerpo por completo, incluidos los ojos y no veía y apenas podía moverse.
Lástima que en aquel estado no podía ya oír los comentarios de los visitantes a la galería. Probablemente le hubiera gustado saber que con aquella obra -póstuma, aseguraban todos- a la que habían dado en llamar Adán,había logrado por fin dar a su escultura la viveza que precisa todo artista para llegar a la fama.
