Cada vez que uno de ellos pisa por primera vez alguna de las terrazas se funde un poco con la catedral. Los hay que se convierten en alguno de los ornamentos, una flor, o unas hojas de parra, o una cabeza (imposible saber si es de ángel o de demonio o de dios o de dragón) con la boca abierta y los ojos fijos en el horizonte. Otros, se vuelven ese horizonte, lejanos y ajenos a todo, como si hubieran conseguido escapar del mundo conocido para dar un paso más, para llegar más lejos, para estar por encima del resto del mundo. Los hay que se transforman en una vidriera vista desde fuera, insertada en piedra y metal. Y abren los ojos como si pudiesen abarcar siquiera una mínima parte de lo que el Duomo es en realidad. Y hay quien se vuelve baldosa, insignificante y pequeña ante tanta belleza y ante tanta inmensidad.
Cuando yo descubrí este lugar supe enseguida en qué me había convertido: fui uno de los huecos de los arbotantes que se abren majestuosos desde todos los puntos de las terrazas. Los pulmones se me llenaron de un aire helado y sentí el viento soplando dentro de mí. Allí, entre las puntas afiladas de los pináculos, en algún espacio en tierra de nadie entre el cielo y el suelo, me sentí tan vacío como aquellos huecos de los arbotantes, rodeados de belleza, parte de la belleza tal vez, pero simples agujeros al fin.
Tuve muy claro que aquellas terrazas labradas con miles de esculturas serían para mí un refugio de aire, como un contrafuerte que ancla los muros al suelo. Y paso horas muertas mirando a la ciudad triste y gris camuflado entre las ojivas de las ventanas y entre los ornamentos vaciados en el mármol de sus parteluces, buscando un rayo de sol que se cuele entre las tracerías de las vidrieras. El trajín abarrotado de las galerías de moda de Milán se convierte en soledad entre el mármol blanco del Duomo. La soledad del Duomo es lo que siempre me hace volver a él.