A lo mejor es porque todo aquello fue al principio de verano, y ha quedado como en el olvido. Luego agosto fue un paréntesis en toda esa vorágine, y en septiembre todo ha transcurrido lentamente: un día trajeron las camas, otro instalaron la cocina, que fue completándose por partes hasta la llegada del frigorífico. Subimos el sofá. Colgamos estanterías. Intentamos hacer funcionar la Telegatzi cedida por Alberto. Rellenamos huecos con cosas que estaban cogiendo polvo en el pueblo. Todo como por fascículos, hasta la llegada de mi armario, que ha sido lo último.
Pero este fin de semana ha vuelto la locura. Hubiera dicho que mi ropa cabe en una maleta, pero he comprobado que es mentira: por lo menos hacen falta cuatro o cinco, además de muchas bolsas, e incluso una caja de cartón tamaño tele de plasma de 50 pulgadas. ¡¡Es increíble la de
El caso es que ha llegado el Día de la Independencia. Ayer me di mi primera ducha en la ducha nueva, me hice la cena en el nuevo microondas, fregué los platos en el nuevo fregadero de la nueva cocina y he dormido en mi nueva enorme cama (eso sí, tan hecha bola como siempre, en una esquinita XDDD).
Tardo unos cinco o diez minutos menos en llegar al espacio diáfano, lo que no significa llegar antes a casa, porque mi madre me obliga a pasar por casa a la salida a recoger un taper lleno de comida.
Y esta última frase me lleva a dos reflexiones, con las que cierro este post y dejo de daros la lata:
1. Las madres siempre están convencidas de que si no comes su comida te vas a morir de un momento a otro (por mí mejor, porque mi madre es la persona que mejor cocina del mundo, ni estrellas michelín ni nada, aquí no admito discusiones, nunca lo confesaré, pero me gustan hasta sus lentejas).
Y 2. necesitamos urgentemente una nueva palabra para distinguir mi casa (la nueva, la de la independencia) y mi casa (el hogar familiar), porque si no, ni entre nosotras tres nos entendemos!! XDDDD